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EL HIJO DEL CAMINO REAL

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Mensaje  Alejandra Correas Vázquez Jue Jun 07, 2012 3:32 pm

EL HIJO DEL CAMINO REAL
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(ESTAMPA COLONIAL)

por Alejandra Correas Vázquez


1 — REGRESO DE ARICA
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Los portales del patio fueron abiertos para dejar libre acceso a los viajeros, quienes llegaban desde el Alto Perú luego de un largo viaje de tres meses, siguiendo la ruta del Camino Real. Los caravaneros estaban ansiosos de descanso. La casa grande de la Merced los recibió engalanada. Los ranchos cantando coplas. Afuera las carretas vaciaban sus mercancías traídas con sumo esmero desde el Mercado de Charcas.

Catalina y Catalinita se hallaban de pie tomadas de la mano, bajo el fresco de la galería, cuando vieron acercarse hacia ellas a Don Fernando, el encomendero. Esposo de una y padre de la otra. Pero no venía solo, iba acompañado de un niño con rostro risueño, que contrastaba con la fragilidad de su cuerpo. Estaba el pequeño muy tostado y con la piel paspada, demacrado, pero sus ojos eran claros y brillantes.

Don Fernando, parco y severo como siempre, les dijo después de saludar a su esposa y a su hijita, luego de tres meses de ausencia:

—“Este es mi sobrino Rodrigo, y lo he traído para que nos conozca, en vez de reembarcarlo hacia España al lado de sus tíos maternos. Nosotros somos su familia paterna. Es el hijo de mi hermano al que dejé de ver cuando me embarqué para Indias. El mismo a quien aguardábamos en vano un año atrás en las costas del puerto de Arica, para luego saber que había sido asaltado en alta mar y muerto por corsarios ingleses”

—“¡Rodriguito bienvenido!... el Tucumán será ahora tu hogar”— dijo Doña Catalina extendiéndole sus brazos al huerfanito

—“Pagamos su rescate a los corsarios ingleses que lo tenían trabajando como grumete. Pero sus padres y el resto de la tripulación fueron arrojados a los tiburones... Estos corsarios querían la nave vacía, como hacen en todo el Océano”— concluyó con dolor Don Fernando

—“¿No se pudo rescatar a todos?”— preguntóle su esposa angustiada

—“No dieron tiempo para hacerlo esos delincuentes del mar, que tienen patente de corso. Con piratas comunes habría sido posible. Hubiera costado más caro pero estarían todos vivos. Supimos de la existencia viva de este niño en las calles de Lima, por un viejo marinero escocés católico, quien también era prisionero de ellos y logró huir”

—“¿Cómo es posible?”— preguntóle su esposa

—“Tal como oyes. Los piratas son simples ladrones y van por el oro. Los corsarios quieren en cambio hacer una limpieza étnica, asesinando a los españoles. Se salvó este pequeño porque el marinero escocés lo halló acurrucado, escondiéndolo, y luego lo tomaron de grumete”

—“Tiene la cara muy curtida por el sol de mar, pero con nuestros cuidados pasándole lienzos con té de peperina, recuperará su color”— aseguró Doña Catalina

Catalinita, la pequeña Catita, lo observó atentamente, pues ambos tenían nueve años. Y comenzó desde entonces a admirarlo. Ella había reconocido en su primo, a su héroe. Al audaz sobreviviente de un asalto corsario.

El niño que llegara por el Camino Real, pero que padeciera antes por un año entero tantas penurias, era su paladín. Reconocía en él... al ensueño. La fantasía. Lo imprecisable. Lo etéreo. El cuento de fantasmas. Lo desconocido. La aventura. Todo aquello que siempre estaría para Catita, hija de la Merced y niña aislada en el Tucumán, muy fuera de su alcance. Su primo Rogo —Rodrigo— comprendiéndola, hablaría siempre para ella en un lenguaje de leyenda. Y ella no intentaría nunca de convertirlo en realidad.


2 — FICCIÓN Y FANTASÍA
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El niño de nueve años era frágil de salud al llegar, por las privaciones que pasara, pero comenzó a recuperarse. Delgado y ágil. Alegre y movedizo. Juguetón y fantasioso. Su imaginación continua lo volvía cautivante para Catita, pues aquellas experiencias que había vivido, en situaciones límites para un niño, despertaron en Rogo su viva imaginación.

Había sido el prisionero de corsarios ingleses con banderas negras y calaveras blancas. Y ahora lo era también del Tucumán, un rincón solitario que lo aislaba del mundo de su tiempo, aprisionándolo en su lejanía geográfica. Esta provincia colonial estaba en el corazón mismo del cono sur sudamericano del siglo XVII.

Rogo vivía ahora con quienes nunca antes había conocido, y perdió entre los tiburones a quienes siempre había conocido. En medio de tanta irregularidad, viviendo en un entorno por completo extraño para él, comenzó a cobrar una identidad distinta a la de su origen. Con aquella tragedia vivida a tan corta edad, de un final distinto al prometido cuando embarcó con su familia en un puerto de Flandes, el desconcierto y lo inesperado, iban a convertirse en su única realidad.

La irrealidad en fantasía, y la fantasía en creatividad.

Era un hijo nuevo en la Merced llegado por el Camino Real, que ocupaba de a poco su lugar allí. Pudieron ver todos que el niño era en extremo inventivo, y atribuyeron esa creatividad a las secuelas del trágico abordaje. Rogo era un artista que no practicaba el arte, pero que lo poseía en su interior. Y Catita lo seguía a todas partes en forma incansable. Había que tener mucha vitalidad para acompañar a este niño que parecía a cada momento buscar aventuras nuevas. Sea en las aguadas, las colmenas de camoatí, los nidos de murciélagos...

Tal pareciera que sus tristes aventuras habíanlo fascinado. Todos sabían que él fue testigo durante un largo año de abordajes y pillajes, dentro de la nave robada por los corsarios. Además su dolor estaba presente, pues la presencia de una simple “vieja del agua”, pez que nada entre piedras de arroyo, le hacía estremecer recordando a sus padres mordidos por los tiburones, cuando gritaban arrojados a las aguas del océano.

Llegó hasta la Merced en un estado muy frágil, pero luego de unos meses habíase vuelto robusto debido a los aires y manjares tucumanos. Recuperó su piel blanca, y los cuidados de Doña Catalina lo serenaron, a pesar de ser una criatura de movimiento constante.

Por el contrario, educado en Flandes, sabía mantenerse quieto en las reuniones familiares y escuchar con atención los relatos de los mayores. Y por ello fue admitido en sus tertulias. Luego él reconstruía en su mente esas diversas anécdotas, añadiéndoles su fantasía, para volcarlas sobre Catita con su agregado imaginario, ora glorioso ora tétrico. Y a ella todo parecíale hermoso, llegándole de Rogo.

El niño tenía también largos momentos de solitaria quietud, dedicados a ensueños en escondites privados, que inevitablemente descubría su prima. Hallaba cuevas secretas junto al arroyo que surcaba la Merced, habitadas sólo por murciélagos. Construía pequeñas chozas con cañas, a la medida de su tamaño, donde ambos primos cabían entrando gateando y dejando las piernas afuera. Edificaba puentes en los tramos de una acequia, por donde cruzaban las tortugas que tenían de mascotas. Trenzaba ramas de sauces haciendo pequeñas canastas para recoger tunas, de modo que soltasen sus invisibles espinas. Tallaba barcos con maderas blandas, y los deslizaba por las aguas mansas del arroyuelo. Tenía un público fiel y contante: Catita.

Ella lo ayudaba amasando el barro, con el cual su primo construía casas en miniatura, a las cuales endurecía como adobe prendiéndoles fuego con ramas y hojas viejas. La lluvia de este modo no las deshacía. Catita reposaba las siestas a su lado, en aquellas chozas de ramas y cañas construidas por Rogo, aunque los guijarros cayeran sobre su cabeza. Probaba sus puentes empujando en ellos a sus tortugas. Ella luchaba junto a él contra enemigos invisibles, en las vertientes y los vallecitos. Más tarde ya muy cansada, Catita quedaba dormida bajo la magia de sus relatos.

La niña lo imitaba en todo, repetía sus frases casi al unísono, haciendo gala con ello de su sobrenombre. Pues el apodo de “Catita” con el cual la llamaban todos como diminutivo de Catalina, significaba también en lengua india y vernácula, el nombre de las loritas verdes y pequeñas que invaden los árboles, imitando voces.

—“Lleva bien puesto el sobrenombre de Catita, mi Catalinita”— decía el padre


3 —LA MERCED
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La Merced era una empresa luchadora contra el ambiente primitivo y selvático del Tucumán, sacrificada en el aislamiento de aquellos pioneros sin comunicaciones fáciles. Y ahora cobijaba a estos dos niños en sus juegos, pero los ignoraba a un mismo tiempo.

La empeño de los Encomenderos del Tucumán desprovistos de medios y aislados del mundo, en el siglo XVII, no tenía en cuenta a dichas criaturas. Ni ellos caían en cuenta del agresivo ambiente donde vivían, en el cual se luchaba por sembrar un futuro. Ellos veían preparar los cueros, salar el charqui, cuajar la leche, ranciar el queso, moler el trigo y el choclo, para cargar en las carretas. Asistían a la capilla propia ubicada dentro de la casa grande, y aprendían allí las letras y el latín con el padre Alfonso. Este sacerdote vivía con ellos la mitad del año, y la otra mitad en la Merced vecina ilustrando a los hijos de otro Encomendero.

Allí en la Merced existía numerosa población, toda ella concentrada en cercanía a la vivienda propia de Don Fernando. Era en su conjunto un pequeño pueblo trabajador, en tareas campesinas, dispuesto a defenderse de probables Malones (hordas indias salvajes) que ya habían vaciado y masacrado a otras Mercedes del sur, llevándose el ganado y bellas cautivas. Se hablaba de ellos. Se pensaba en ellos. Se fortificaban los pobladores.


4 — LA AVENTURA
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A medida que iba creciendo, Rogo aprendió a montar en caballo y a manejar armas de fuego. Es decir, como primera medida, se le enseñó a defenderse. Esto era prioritario en el Tucumán. Tenía ya once años y en sus imágenes —las cuales conservaba muy claras— empuñaba esas armas con ansias vengativas. Pues él pensaba que esos temibles Maloneros (araucanos y pampeanos siempre desnudos) a los que aún no había visto, vestían en realidad con ropa obscura enarbolando una bandera negra con un centro de clavera blanca y dos tibias. Como los corsarios ingleses que lo dejaran sin padres. Imágenes imborrables en su mente, como en un cuadro estático.

Invitaba a Catita para que lo siguiera hasta los barrancones, y luchaba allí contra los corsarios, en defensa del barranco o atacando el barranco, con armas de madera hechas por él. Prendía fuego a su propias chozas donde el enemigo se refugiaba. Hacía naufragar en la acequia una de sus barquitos porque allí huían. En el fondo Rogo nunca había dejado de ser el hijo de un abordaje, provocado por corsarios, y que llegara por el Camino Real como un huérfano para refugiarse en esa Merced...

Pero Catita recibía esas imágenes con una dimensión diferente. Como una fantasía de leyenda. Pues ella por el contrario, era una hija nacida pacíficamente en la Provincia del Tucumán, donde todo era distancia y aislamiento. La quietud era su única realidad, y su primo en cambio, un creador y protagonista de aventuras.


5 — EL HEREDERO
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Afuera, detrás de la galería, en el patio mismo de la Merced, los hombres trabajaban: curtían, secaban, cuajaban, molían, amasaban. Llenaban carretas. Y más tarde viajaban sin detenerse nunca, hacia el Alto Perú. Vivían año a año, mes a mes, día a día, en función de él. Como quien vive en un desierto rodeado de arena pensando en la civilización, y deseando no separarse nunca de ella.

El Alto Perú era precisamente eso. El contacto con las tierras mundanas. Con las grandes ciudades habitadas, como Potosí la más poblada, donde transcurría la historia de su época. Ese presente que los hombres del Tucumán no deseaban perder, manteniendo aquel contacto anual.

Pero para Don Fernando como encomendero del rey y responsable de esa Merced, su trabajo y abnegación creía él, le permitirían con el tiempo reconstruirlo todo. Hacerlo sobrevivir dentro de sí mismo. Pues el padre de Catita estaba muy solo cargado de responsabilidades, y debía aguardar mucho tiempo aún, hasta la mayoría de edad de su sobrino Rogo, para contar con su ayuda. Debido al trágico abordaje de los corsarios ingleses, habíanse frustrado de improviso todos sus planes. Pues no contaba ya más con la llegada de su hermano, para compartir junto con él la dirección de ese inmenso predio feudal, cual era una Merced.

Había esperado con ansias verlo llegar al Tucumán, convenciéndolo de dejar Flandes y su carrera militar allá. Y todo ello para alternar ambos hermanos la dirección de esta Merced. Compartiendo por turno aquellos largos viajes al Alto Perú, las ventas y compras en Charcas y Potosí, y además el embarque en Arica. Pero ahora todo había quedado como estaba antes.

Don Fernando se hallaba muy solo para hacer frente a todo, y además ahora era responsable también de la crianza de este pequeñuelo. Y sólo contaba con algunas pocas sugerencias del padre Alfonso, quien era un erudito amante de letras clásicas, antes que un comerciante. Menos aún, un productor.

El encomendero veía con calma los juegos incansables de su sobrino, como una necesaria forma de alejar de él aquellas imágenes dolorosas, que habíanlo traído hasta su Merced. Don Fernando sentía como necesario que el tiempo disipara en Rogo toda penuria y temor. Y de este modo al fin algún día su sobrino Rodrigo asumiera su papel, enfrentando las circunstancias difíciles del Tucumán, expuesto a rigores múltiples: Viajes por salinas, selvas y altiplanos. Largas caravanas hacia el Alto Perú y al puerto de Arica. Y además de ello, enfrentar los malones y los cuatrerajes... En suma una vida dura.

Pero este esfuerzo también era compensado con grandes progresos económicos que iban en crecimiento. Las Mercedes prosperaban y los encomenderos aumentaban su papel feudal. El no tenía un hijo varón, y en el Tucumán hizo aparición la Ley Sálica, por fuerza de las circunstancias, aunque no estuviese en el código español. Ponerse al frente de una Merced y dirigir caravanas con gauchos de lanza, no era un tema femenino.

Cuando los “francos salios” como pueblo nómade que invadía Europa impusieron este sistema hereditario, dando la herencia por vía masculina solamente, se sujetaron a estas mismas contingencias y necesidades. Francia la aplicó casi siempre (aunque no siempre) llegando al extremo de nombrar reyes a los esposos de las princesas reales, como sucedió con los Borbones. Tuvo este pensamiento su aplicación en muchos casos, dentro del continente europeo, por demás guerrero. No fue un prejuicio antifeminista, sino una necesidad ante los hechos bélicos imperantes. Y estas circunstancias se repetían en el Tucumán: La necesidad del heredero varón.

Su esposa había sufrido un accidente montando a caballo, con aquella extraña costumbre antigua de que las mujeres montaran de costado con sus largas polleras al viento, lo que provocaba peligrosas caídas. Doña Catalina ya no podía tener otro hijo.

En el futuro Rogo iba a ser su heredero, o sea el próximo encomendero, y Don Fernando lo necesitaba fuerte, arriesgado y altivo. Capaz de poner el pecho por todos, y ser respetado por todos. Su sobrino era su único heredero masculino, y a quien él necesitaba para que esta Merced del Rey continuara en poder de su familia. De tal modo la herencia y los derechos a ella, estaba centrados en Rogo, y no en su propia hija Catita.

La vida en una Merced del Tucumán dependía de las caravanas al Alto Perú, del puerto de Arica y del océano Pacífico. Pues la tierra tucumana era una gran productora de alimentos y sal, haciendo que el Mercado de Charcas fuese su mejor cliente. Tanto como la China para sus cueros.

Pero él estaba muy solo en esta tarea, en su esfuerzo de organizar una Merced y dirigir las caravanas de carretas cargadas de productos, rumbo al Alto Perú... Sumó además otra tarea a las múltiples suyas: hacerse cargo de un sobrinito. Ahora tenía una carga más, que también dependía de él, y no un alivio con el apoyo de su hermano, como Don Fernando había proyectado.

Debía además curar la imágenes dolientes de Rogo, y prepararlo para ser un heredero en el Tucumán.


6 — EL MONSERRAT
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Catita crecía al lado de su primo, y Don Fernando pensaba que la niña limpiaría con su pureza campesina, los conflictos internos que el sobrino traía desde el mar. Pero también pudo comprobar con sorpresa, que aquel niño pertenecía casi por completo, a su hija. Perdida su familia entre los tiburones, Rogo encontró el calor de hogar en su pequeña prima.

De este modo se daba la realidad, de que el encomendero había adoptado a su sobrino, pero no le pertenecía. Rogo era de su hija, como una propiedad simbólica. Imaginaria o casi fantástica, como las creaciones propias del niño.

Pero el sobrino creció inevitablemente, y como todos los adolescentes del Tucumán debía empezar su educación como alumno interno en el colegio de los Jesuitas, llamado Nuestra Señora del Monserrat. El cual estaba situado en la misma provincia a poca distancia de camino, y funcionaba en la ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía. Tenía el tío que cumplir la palabra dada a su hermano, al hacerlo venir desde Flandes, diciéndole que su hijo tendría en el Tucumán un buen colegio humanista.

Para Don Fernando la adopción de Rogo comenzó recién a partir de este momento, cuando dejó a su sobrino en manos de los Jesuitas ...¡lejos de Catita!... Ahora el sobrino comenzaría a ser suyo, su heredero. Pertenecería por fin a la Merced, al Tucumán, al Alto Perú, al reino de la dinastía Austria, tal como él lo había comprendido desde que llegó a las Indias.

Y Rogo comenzó así su larga vida de estudiante.

Catita miró el cielo. Las nubes poderosas que lo cubrían eran semejantes a sus sentimientos. A esa tristeza que ella experimentaba en aquel momento, viendo partir el carruaje que se llevaba a su primo, camino al Monserrat.

—“Lo veremos cada verano de vacaciones, y también lo visitaremos en su colegio”— consolábala Doña Catalina

—“Pero se va ... va ... va”

—“Pero volverá, como todos los estudiantes. Cumplimos con la promesa que dimos a su padre, cuando le indicamos que aquí en el Monserrat había un buen colegio humanista, de otro modo él lo hubiera dejado en Flandes para sus estudios”

Catita siguió mirando el cielo cargado de nubarrones, como si no la escuchara… Ya nunca sería lo mismo.

Rogo volvía de vacaciones, es cierto, pero siempre acompañado por un preceptor Jesuita, como era la consigna de este colegio humanista, y poco hablaban ambos con ella. Otras veces llegaba además acompañado por algunos condiscípulos, aquellos estudiantes internos que tenían muy lejos a sus padres. Ellos por cierto, sentíanse admirados con la belleza de la niña que iba creciendo como una flor de aromo, toda dorada. Y no dudaban en galantearla, para sorpresa de Rogo.

El mocito también iba creciendo en altura y cultura, de manera que comenzó a comentar entre el conjunto de monserratenses, como ellos se llaman entre sí, que una novia muy bella lo aguardaba en la Merced.

Pasaron los meses, los años de internado, un tiempo breve en realidad como todo parvulario, pero muy largo en el interior de la niña. Un día ella comenzó a caminar y fue en busca de los lugares que compartieron juntos. El arroyo. Los puentecillos construidos por Rogo, ahora mudos y resecos. Las cuevas pobladas de murciélagos. Todo y cada uno de los rincones de su primo, comenzaban a ser devorados por la naturaleza.

Finalmente el Monserrat devolvió al sobrino a la Merced. Pero se hizo evidente que ya no era igual al que partiera. Ahora era un joven esbelto, comunicativo, sociable. Sin embargo Catita vio en él a su compañero de siempre, pues al fin su primo llegaba solo y sin preceptor.

Habló con él, recorrieron juntos los caminos y las grutas que Rogo ansió contemplar de vuelta. Limpió algunas cuevas. Arregló puentecillos rotos. Fue el caminante y el jinete incansable que ella conocía, y más tarde en la mesa del mediodía repleta de manjares... creyó haberlo perdido para siempre.


7 — ALTO PERÚ
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Rogo era ahora un joven lleno de inquietudes que contrastaban con la serenidad de la Merced. Y sus planes dirigíanse al deseo imperioso de recorrer el Alto Perú junto a su tío. Don Fernando estaba eufórico. Era el primer día en que no se sentía solo. Ya no sería más el responsable único de todo cuanto acontecía en la Merced... Era la primera vez, en cambio, en que Catita se sentía sola.

Comprendió la niña que su primo comenzaba ahora una vida nueva. Ella hubiera preferido que él continuara siendo un ser irreal, casi de fantasía. Impreciso... pero con un mundo propio. El de Rogo. O el de ella. No el de su padre ni el de los corsarios, sino ese mundo anterior dentro del cual disfrutaron una infancia juntos, y que ella aún evocaba.

Pero a Rogo le aguardaba ahora el Alto Perú, lo que era para este monserratense, recién salido del internado humanista, una gran aventura real. Y no una fantasía imaginada por él. Su llegada años atrás por el Camino Real con todos sus dolores, estaba ya muy borrada en sus recuerdos. Los Jesuitas cumplían ese destino con sus discípulos, preparábanlos para una vida nueva en una nación nueva, dentro de las Indias, como era el Tucumán.

Los preparativos de tío y sobrino eran emotivos para ambos. Para el encomendero significaba contar finalmente con un heredero. Para el sobrino, era tomar contacto con la realidad. Ese escenario mundano de su época, que había perdido al dejar Flandes.

Catita veía preparar las carretas de su padre y su primo, cargadas y pesadas con productos tucumanos en viaje al Alto Perú ...Y llevándose en su cargamento también a Rogo... El muchacho comprendiendo su tristeza acercóse a la niña para consolarla, antes de subir al carruaje privado donde ellos dos viajarían a la par de los carretones. En la despedida de ambos primos, los diálogos fueron breves pero intensos.

—“Te dejo sola en este momento, pero volveré a tu lado ¿O crees que he cambiado tanto?— le dijo Rogo

—“No volverás, porque no has vuelto desde que te fuiste al Monserrat”— contestóle ella

—“¡Catalina! ... ¡Catalinita! ... ¿Vas a seguir siendo una catita, ese pajarito verde posado sobre los árboles que imita voces? Ya tienes que dejar de ser una Catita para convertirte en Catalina, la dama de una Merced, donde yo pueda reposar mi cabeza de varón”

—“¿Eso es lo que dicen esos enormes libros que traes escritos en griego y en latín? Pero es distinto para mí. A quien yo deseo de regreso no es a Rodrigo, el sobrino del encomendero, sino a mi primo Rogo”— contestóle ella

—“Soy el mismo y volveré a tu lado, pues eres mi Oriana y yo soy tu Amadís. Fuiste mi centro desde que llegué al Tucumán siendo un niño lleno de dolor, cautivo de corsarios... ¿No lo recuerdas ya?”— insistióle el joven

—“¡No has vuelto conmigo! Aquel niño cautivo que era mi compañero de juegos... ¡El sí que me pertenecía!”— exclamó la joven

—“Sí, te pertenecía, es cierto. Porque ambos nos pertenecíamos, al igual que todos los niños que juegan juntos. Pero yo tenía un secreto, sin que te dieras cuenta… en realidad entonces, aún pertenecía a Flandes y lo añoraba. Por ello viajaba en ensoñaciones. Hoy todo ha cambiado para mí. Ahora pertenezco al Tucumán, a la Merced, a nuestro apellido de hidalgos españoles en las Indias, y a este imperio del rey Felipe donde no se pone el sol. No podía ser de otra manera. No fue mi elección. Yo fui el elegido. Ahora Catalinita, ambos debemos pertenecernos de otra manera”

—“¡Pues yo no lo veo así!”— insistió ella —“Me sigue perteneciendo aquel primito que construía puentes y barcos de juguete, que me parecían gigantescas ...¿Acaso no era hermoso?... Todos en esta Merced han perdido a ese niño, menos yo. Aún está aquí conmigo. Nunca se ha ido de mi lado ¡No te lo llevaste!”

—“Querida Catalina... me fui y volví. Parto y volveré. Te rescataré como un Amadís a su Oriana solitaria en esta Merced. Deseo ahora algo muy distinto entre ambos. Debemos pertenecernos de verdad, pero como dos jóvenes que pueden vivir un idilio de amor, con mayor suerte que Paris y Helena. Y para ello volveré con mis regalos”


8 — EL CAMINO REAL
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En el Alto Perú, tío y sobrino compraron un precioso ajuar de novia para Catita. Y luego retornaron con la caravana de carretas tucumanas repletas de platería potosina, telas de ñandutí paraguayo, harina de banana y chuño.

—“Son ricos presentes de un hermoso galán”— exclamó Doña Catalina al abrir el arcón destinado a Catalinita

—“Sí, tu primo Rodrigo es un gallardo galán, que ha viajado lejos entre bellas altoperuanas, y sin embargo vuelve por ti”— le aseguró el padre

—“Pero mi primito Rogo me hizo antes un regalo mucho más exquisito”— contestóles ella

En ese momento la niña fue hasta su cómoda, sacando de ella una embarcación en miniatura tallada antaño por Rogo con un cuchillito casero. Rodrigo que en aquel momento ingresaba en la habitación con un gran ramo de aromos y junquillos silvestres, para su novia, al escucharla le preguntó:

—“¿Me rechazas?”

—“¿Me compartes?”

—“¿Tengo que compartirte conmigo mismo?”

—“Es la condición”

Rodrigo necesitó en ese momento retirarse, para mantener un diálogo con su tío. No le era fácil tal situación, pues comprendía que él vivía en un tiempo, mientras que Catita se hallaba viviendo en dos. Don Fernando lo tranquilizó diciéndole:

—“Ella habla con ambos en un lenguaje distinto. Y debes admitirlo pensando en la difícil situación de una niña sobreprotegida, que quedará todos los años tres meses alejada de su marido. Esos serán los meses de Rogo. El niño que la protegía creándole dimensiones imaginarias. Luego volverás a su lado y el resto del año ella vivirá dichosa con Rodrigo, pero será algo distinto”— le explicó

—“¿Por qué distinto? Yo soy la misma persona, antes de niño y ahora de joven”— protestó el muchacho

—“Pero no lo eres, porque Rogo era su protector como único compañero, y además quien le enseñaba a soñar, en medio de su pureza campesina. Y eso la apoyará en tu ausencia. Mientras que Rodrigo al contrario, protegerá a toda la Merced y velará por su crecimiento, como yo lo he hecho hasta ahora”

—“¿Cómo debo empezar para llegar pleno, al corazón de Catalinita?”

—“Ya comenzaste antes, mi querido sobrino. Con tu capacidad de relato. Has podido palpar al acompañarme en este primer viaje tuyo al Alto Perú, sus múltiples peripecias. Y el encanto emocional al arribar a esas ciudades cosmopolitas. Allí tienes a tu disposición una fuente rica de anécdotas, que luego traerás contigo para relatarlas, llenas de adornos, a la pequeña Catalina”

—“¿Será imperioso hacerlo?”

—“¡Muy imperioso Rodrigo!... pues de ello dependerá la bonanza de ustedes dos. Cuando ella las recepte, en su corazón irán uniéndose ambos primos, el niño anterior y el joven actual”— díjole el tío

—“¿Será eso posible?”— preguntó emocionado Rodrigo

—“Sí, cuando vuelvas a hacerla soñar, ese deseo tuyo será logrado. Pues es parte del enigma de quienes vivimos en contacto con la naturaleza. Ahora sobrino, mira bien la Merced en derredor nuestro. Su soledad. Su alma. Su misterio y su ensueño, que son ahora tuyos, como mi heredero. Viniste aquí por el Camino Real y volverás por él, de ida y vuelta, anualmente desde ahora”

—“Lo sé tío... el Camino Real será siempre mi senda. Casi mi casa o mi hogar. Partiré y volveré por él. Sin embargo mi camino verdadero fue mucho más largo y azaroso, pues partió desde Flandes y nunca acabará”— concluyó Rodrigo

El mozo altivo y galante finalmente calmóse, dejando a un lado toda angustia, algo emocionado pero alegre. No podía quitar a su novia Catalina, su antigua Catita, esa fuerza que ella necesitaría en una vida entera, para sobrellevar la vida de una mujer en la soledad de una Merced.

De inmediato salió al exterior al advertir un gran movimiento. Los encomenderos vecinos llegaban con sus carruajes y sus hijos, para presenciar la fiesta de bodas. También llegaron sus condiscípulos trayendo presentes para la novia, y la galantearon como otras veces. Más allá advirtió con alegría, la llegada de su preceptor Jesuita.

El era el hijo llegado por el Camino Real, y ahora habíase convertido en el heredero de una Merced, en el Tucumán del siglo XVII, intentando conquistar el corazón de una dama, pero al que debía compartir con un niño que para él… ya no existía. Entonces alzó la cabeza y se dijo a sí mismo:

—“Todo es posible en términos del amor”


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Alejandra Correas Vázquez

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