CÓRDOBA LA DOCTA
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EL DIAMANTE- NOVELA (FINAL)

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Mensaje  Alejandra Correas Vázquez Jue Sep 10, 2020 8:52 pm

EL DIAMANTE
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vázquez
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Cool EL  GRAN  DIAMANTE


—“Sí, aquí construyes, Rolo, junto a tus camaradas. Alguien o muchos, construyeron cuánto aquí existe”

Rolando la miró de frente, creía verla aún recortada sobre el paisaje de la sierra, cuando la conociera. Estaban los tres juntos en ese momento, Alicia, Azucena y Rolando. En aquellos días un rayo había partido en dos el tronco de un viejo sauce, y ellos contemplaban las raíces abiertas junto al montón de madera esparcida. La mula de un serrano se detuvo al lado de ellos, recogiendo aquella carga preciosa para su invierno, y continuó su marcha.

El Río San Antonio lucía en aquellos días cristalino y manso, sin creciente. En sus orillas numerosas piedras de cuarzo y basalto, blancas y negras, parecieron convertirse para él, que era recién llegado, en caras humanas claras y morenas. Quienes le sonreían, intentando cautivarlo.

Pero, de pronto, él volvió al momento, a la escena real, contemplándose y contemplándola.

—“¿Quieres entrar en este mundo de formas y colores, de mi mano?”— preguntóle Rolo

—“Es mi preferida”

—“¿Desde siempre?”

—“De tu mano me interné por mundos encantados, y te di mi pasión que guardaba en secreto. Me complace sentirme guiada por tu mano ¿Lo has olvidado ya?”

—“Esta es una pasión muy distinta, Azucena ...Es el Arte... pues dice la máxima latina: Ars Longa Vita Brevis”— explicóle con vehemencia Rolando

—“¿Cómo realizan esta labor?”— insistió ella

—“¿Quieres realmente penetrar conmigo en este mundo de forma y color? ¿Es ello cierto esta vez?”

—“De tu mano como antes”

—“Son necesarias continuidad y constancia ¿Te arriesgas a ello, Azucena?”— insistió él

—“Lo crees imposible para mí?”

—“Me has ofrecido siempre, desde el principio de tu llegada, la entrega y la inconstancia. Por ello es mi duda”

Azucena alzó su mirada clara, verde miel y translúcida, hacia el rostro incrédulo de Rolando. Su cabellera larga de un castaño tenue y casi rojizo, propio de los soles serranos, contrastaba con las baldosas antiguas y desteñidas de aquel patio. Eran muy blancas sus manos, que habían perdido con la vida citadina el bronceado de la serranía. Pero más blanco aún era el caolín húmedo dentro de las bateas. Como más roja que su melena, era la greda de los ceramistas.

—“Sí Rolo, créeme. Yo caminé por cientos de calles. Solitaria y sin constancia. Quise ofrecer algo de mí, pero me mantuve infértil. Y siempre móvil. Todos caminaban como yo, se alimentaban y vestían. Pero no había comprendido que el mundo también se construye. Ahora esta visión me surge de repente”— aseguró Azucena

—“¡Como un grito en el vacío!”— exclamó él dudoso

—“Al contrario. Quiero llenar mi ánfora vacía”

—“¿Cuánto durará esta vez, Azucena?”— preguntó Rolando deseoso de saberlo

—“El necesario. Hay en mí, mucho espacio para utilizar”

—“¿Será posible esta vez?”

—“Lo pondré todo sin retener mi perla escondida”

—“Tengo intriga por verlo”— aseguró el muchacho

—“Quiero modelar y barnizar. Penetrar en las posibilidades del cromo, el minio, del hierro, el manganeso, el cobalto...”

—“Todos los óxidos y carbonatos de la cerámica te aguardan...  ¡Ahora alguien te aguarda!”

—“¡Quizás mi búsqueda sea el Diamante! Pero no. No basta”

Ambos se miraron, con mutua sorpresa. El hacia ella. Y ella como descubriéndose a sí misma. Las baldosas del patio estaban radiantes de sol, pero aquél no era el sol de la serranía y por eso no emitía aroma a peperina. Pero era sol igualmente, con una luz potente que parecía adentrarse en ellos.

—“No. Es más largo el camino— dijo Rolando —Llevo recorriéndolo largo tiempo, sin embargo, Azucena, creo que uno de los dos lo hallará. Tomará entre sus manos el Diamante, y tallará con primor cada una de sus facetas.”
—“Y podrá regresar con él en sus manos, para contemplar lleno de hechizo ,pero dueño ya de sí mismo, al bello Río San Antonio. Tenue. Claro. Cristalino. Calmado. Cambiante. Crecido. Turbulento. Arrasante. Peligroso... ¡Vivo como el Diamante!”  

—“¡Y siempre mágico!”— concluyó él

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Rolando del Pino. Treinta años. Vibrante. Vivaz y vital. Pero sujeto entre dos amores. Uno estático y otro dinámico:

Allá, Alicia, aquélla a la que él realmente amaba. Aquí Azucena, que lo amaba a él. Una que lo aguardaba a la distancia y no se entregaba. Otra que se entregaba, pero no permanecía nunca a su lado… Solamente por instantes.

Alicia, a cuyo lado estaba él seguro de volver, cuando ambos comprendieran sus identidades. Azucena, que era ahora su presente, momentáneo, fugaz y pasajero. Pues ella no se engañaba y sabía ciertamente que el corazón de Rolo pertenecía a Alicia, y el de ella a él, luego de esta tregua amorosa.

 Solo, en definitiva. Pero él estaba seguro de sí mismo. Allí, como artista y ceramista, construyendo su vida propia dentro de esta ciudad de Córdoba que se autodestruía, en aquella caótica década del 70.

Y se alejaron ambos amigos y amantes de aquel patio, hacia el interior del taller, confundiéndose con los demás ceramistas.

Era la mitad de la mañana. Faltaban pocas horas para el mediodía. Pudieron ellos ver desde adentro, ya sentados junto a las mesadas de mármol donde se amasaba la arcilla, mezclando el caolín con la greda, cómo todo detrás de la ventana abierta al patio, brillaba más tarde con una claridad de luz y de siesta.

Azucena percibió el hechizo de las manos en aquellos ceramistas, igual al misterio de sus mirabas absortas en el modelado. Como un juego encantador y constructivo, que la vida habíale obsequiado en mitad del camino, para guiarla hacia una nueva ruta cordobesa. Un mundo allí perviviente. A pesar de las duras batallas callejeras de aquellos tiempos.

Ignoraba cómo se detuvo. Ignoraba cómo y cuándo comprendió que la fragancia terrosa de la arcilla, del caolín y la greda, la acompañaban desde lejos. Desde su vida en la sierra. Desde la naturaleza virgen donde ella volvióse mujer, y eran parte y realidad de una multitud de imágenes que ella venía recreando desde su pasado. Porque la arcilla, los óxidos y los carbonatos eran parte de la sierra. Pero de una sierra distinta, ahora reelaborada por ella.

Afuera del taller de cerámica, detrás de la puerta labrada y antigua que refugiaba a los ceramistas, frente a una calle adoquinada, dominaba la subversión y la represión. Se cubría de fuegos tétricos el escenario de Córdoba... La Docta, la lacerada.

Dramas. Disturbios. Muerte. Violencias y víctimas. Asaltos y asesinatos. Un submundo quería transmutar a un viejo mundo sin talento —en forma desmedida— y para lograrlo convocaba a la tragedia para sí y para todos. No tenían genialidad ni los subversivos ni los represivos.

Pero había sí, mucho dolor. Mucha pérdida para todos y mucho desgaste para Córdoba, una ciudad universitaria, mediterránea, alejada de puertos y fronteras, aislada del mundo en el Cono Sur sudamericano donde todo fuera durante cuatro siglos, casi un milagro. Obra del esfuerzo tenaz de sus habitantes en un medio difícil, desde el comienzo. Cuando la fundación en 1573, donde antes nada existía, sobre un sitio primitivo y salvaje.

Jóvenes imberbes, niños casi, se sentían héroes y eran asesinos. Represores maduros actuaban como salvadores de una sociedad desconcertada, y cometían crímenes. Pero los ceramistas estaban allí en aquella mañana de agosto, a fines de invierno, modelando y coloreando, construyendo para la mañana siguiente, cuando todo este infierno dantesco fuese pasto de olvido.

Alguno... Uno al menos entre ellos, hallaría el Diamante.

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¡Volverá!

Pero será el día en que estés preparado para incorporarlo.
Tu ser íntimo continúa en ostracismo y aguarda.
Puedes ser el elegido. Créelo. Créeme.


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Alejandra Correas Vázquez

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